Las zonas arqueológicas mayas son apenas una parte de lo que fueron grandes centros religiosos, políticos y comerciales.
La traza urbana era ordenada, de acuerdo a un patrón de medidas y a un simbolismo mágico. De hecho el urbanismo maya se caracteriza, principalmente, por la disposición extensa sobre el territorio. Varios grupos arquitectónicos, estructurados alrededor de plazas cuadrangulares, se suceden y comunican mediante caminos elevados y empedrados.
La significación de los diferentes edificios dentro del conjunto venía señalada por su volumen y altura. La imagen real de estas ciudades respondía a edificios de diferentes medidas y funciones, todos ellos estucados, pintados de colores variados, con predominio del rojo y el ocre, y con estelas y altares de piedra situadas delante de los edificios, haciendo mención al momento y motivo de la construcción.
Las ciudades mayas no correspondían al concepto que actualmente tenemos de una ciudad; por eso cuesta creer que existió un urbanismo en mitad de la selva tropical.
Los mayas mantenían una interrelación entre el mundo natural que los rodeaba y la presencia humana, para ellos todo formaba parte de un mismo cosmos.
El paisaje estaba perfectamente relacionado con el hombre, y las ciudades mayas eran espacios dispersos en los que el ser humano se integraba en una naturaleza domesticada sin orden aparente, pero que paradójicamente respondían a un urbanismo bien planificado.
La unión entre toda esta red estructural se daba por medio de gigantescas calzadas que atravesaban la selva con una red de senderos entre ellas. En ellas se realizaban ceremonias religiosas, se practicaba el juego de pelota y, en días específicos, se instalaba el mercado. Las ciudades servían igualmente de centros políticos en los que eran atendidos asuntos civiles y militares.
El diseño urbano dependía de la topografía que dictaba el lugar elegido. Su arquitectura se integraba a las características naturales de su entorno, que variaban de sitio en sitio. Unas se construyeron sobre planicies y otras aprovecharon las ondulaciones del terreno o las suaves elevaciones sobre el manto peninsular. La planificación era la respuesta a un orden preestablecido con la congruencia de ciertos puntos de observación astronómica y disponibilidad de recursos naturales, como pozos o cenotes.
El centro de las ciudades mayas albergaba gigantescos templos, palacios, acrópolis, edificios públicos, juegos de pelota, baños de vapor y observatorios astronómicos construidos en piedra.
A las afueras de este centro se encontraban centenares de pequeñas viviendas, residencias de personas de no tan alto linaje y los campos de cultivo, todo ello perfectamente alineado.
Así, la clase alta, integrada por la aristocracia maya y la clase sacerdotal, habitaba en grupos de casas señoriales y palacios, mientras el pueblo vivía en los alrededores de las acrópolis, ocupando rústicas chozas construidas con materiales perecederos y agrupados en núcleos familiares junto a los campos de maíz.
Las características del urbanismo maya eran el color, la luminosidad, la textura y la generosidad de los espacios libres y la integración absoluta de las masas construidas por el hombre maya, con el espacio natural donde se ubicaban.
Una generosidad determinada por un profundo respeto al paisaje y una sensibilidad que sentía necesario tener en todo momento presente a la naturaleza para formar parte de ella y no ser un elemento extraño en un mundo natural.